Aparte de creídos, incultos y envidiosos, los españoles somos especialistas en engañarnos a nosotros mismos (crucifíquenme por esta frase si así lo desean). No solo pensamos que nuestro país es la octava maravilla del mundo (es fácil pensar así cuando se desconoce por completo el resto del planeta), además solemos tratar a los que vienen de fuera con un absurdo aire de superioridad que raya en racismo encubierto. La siguiente anécdota tiene bastante de reflexión:
Hace unos años un guitarrista a cuyo grupo pertenezco solía presentar a los músicos inventándose sus nacionalidades, buscando de ese modo una cierta hilaridad y empatía con el público. Así, el saxo y el pianista (ambos de Madrid) podían ser un día de Portugal y otro de Dinamarca, el batería (argentino) podía provenir de Mozambique o de Brasil, y a mí me tocaba nacer en Canadá o en Japón, dependiendo del día.
En una ocasión actuamos a mediodía en un campus universitario del sur de Madrid, y mi presentación consistió en un: "al bajo eléctrico, desde Uruguay, Arturo Mora". Tras el concierto nos invitaron a comer en la cafetería de la Universidad y alguien de la organización, dirigiéndose a mí, espetó (léase con la voz más chulesca y barriobajera posible): "¡Eh, el de Uruguay! Come cocido madrileño, CO-CI-DO, que esto no lo tenéis por ahí, que seguro que ahí no coméis más que guarrerías".
En el extranjero, a veces, me he sentido extranjero, pero nunca me había sentido tan despreciado. Cuando el personaje en cuestión se enteró de que yo también era madrileño buscó la complicidad conmigo. Claro, al ser buen conocedor del cocido ya era digno de su nivel...