Hace un par de años amenicé a cuarteto una fiesta privada en un lujoso chalet de Pozuelo de Alarcón (localidad cercana a Madrid), con presencia de famosos incluída. A veces los propietarios de semejantes viviendas se muestran naturales, afables y cercanos, recibiendo personalmente a los músicos, dialogando con ellos y ofreciéndoles todo tipo de atenciones. En otras ocasiones hacen gala de un clasismo digno de épocas más oscuras, despreciando a cualquier persona que no se encuentre en su pequeña mansión en calidad de invitado. Prácticamente todos hemos tenido que lidiar alguna vez con amenizaciones de más de tres horas, embutidos en trajes y camisas negras en pleno verano, y sin recibir ni un mísero vaso de agua por parte de los organizadores de la velada (los encargados del catering suelen tener más sentido común y echan un cable siempre que pueden).
En este caso la situación, a priori irritante, se quedó en ridícula. Acabada nuestra actuación, cargados nuestros vehículos con los instrumentos y dispuestos a retirarnos definitivamente, el guitarrista y yo nos acercamos a despedirnos en persona del dueño de la casa (educación ante todo). Éste se encontraba repartiendo puros procedentes de una caja que sostenía abierta sobre su mano izquierda. Al abordarle por detrás se dio la vuelta, nos vio y, tras una instantánea expresión de sorpresa, cerró de golpe la caja de puros, nos dio la mano tímidamente y esperó a que nos alejáramos para volver a ofrecer los preciados cigarros a sus invitados. La sensación con que nos quedamos mi compañero y yo era idéntica, sólo le había faltado decir: "¡coño, los muertos de hambre de los músicos!". Si supiera lo que nos reímos a su costa...
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